Mi madre había preparado croquetas esa noche. Toda la tarde amasando para que en menos de diez minutos mi hermano y yo acabáramos con ellas. La leche y el pan integral comprado por error ayudaban a engullirlas con más rapidez. Como siempre me sentaba de frente a la ventana. Como siempre se me cayó la leche en el pantalon. Y como siempre también no me había puesto servilleta.
La rutina de maldecir, la rutina de que se rieran los demás y la rutina de limpiarme. Miré al jardín al terminar, no al mio, que estaba al otro lado de la casa. Al del vecino, con su columpio y su barbacoa casi enterrada por la nieve.
Hacía una semana que no nevaba, pero todo seguía tan blanco como la mañana del miercoles, cuando empezó. El canal que veían los vecinos en la tele iluminaba en azules la valla, la barbacoa, el columpio y la nieve. Debía ser una serie de policías, quizá «400 perros en la puerta de la comisaría».
Volví a mi sitio, acabé con la leche, las croquetas y me tomé unas uvas transgénicas y una pera que no sabía a nada. Recogimos y fuimos a ver terminar el fútbol. Ganamos.
Fui al cuarto, comprobé el correo, miré quién estaba conectado y puse el último diso de Q.G. Mientras cabeceaba al ritmo de la música me puse el pijama, abrí la cama y encesté los calcetines en la bolsa de la ropa sucia.
Cuando hube apagado el ordenador, pasé de largo del baño. Hoy no me apetecía lavarme los dientes. Llegue a la cocina y saqué de la nevera mi botella de agua, mientras bebía puse rectos los imanes traidos de alguno de los viajes de papá y mamá; manías que cualquiera puede tener a los veinte años.
La ventana seguía abierta, mientras la cerraba volvi a mirar al jardín del vecino. Ya no eran azules las luces. Seguramente estaban en la publicidad. Al lado del columpio la sombra de alguien. Alto y delgado. Fumaba un cigarro y miraba las ramas de las que colgaba el columpio. Tras cada calada miraba hacia arriba y echaba el humo despacio, como si no quisiera terminar nunca. Acabo, lo apagó en la nieve y guardó la colilla en el bolsilo de la sudadera.
Miró hacia mi sin verme, respiró hondo y saco una pistola y lo que parecía un silenciador. Fue hacia la ventana de la que venía la luz.
A la mañana siguiente no pudimos ir al colegio. La policía había acordonado la zona, las ambulancias se llevaban los seis cadáveres y todos los vecinos eran interrogados.
No dije nada, no podía delatar a mi hermano pequeño.
No te cortes. Habla